Como un torrente de lava que destroza las tripas

Como un torrente de lava que destroza las tripas

BenedictineAquel jueves de mediados de mayo fue el último día que visité al general en su limpia, amplia y bien iluminada celda confortable como la habitación de un hotel de cuatro estrellas donde cumplía cadena perpetua. Le llevé de regalo una botella de licor Benedictine. Era un auténtico Black Monk de edición limitada, lanzada en 2010 para conmemorar los 500 años de su fórmula secreta. A pesar de estar alojado en un penal de máxima seguridad, al general se le permitían algunos privilegios.

No se lo dije para no entristecerlo, pero era una despedida. Yo sabía que no nos veríamos nunca más.

Le expliqué que se trataba de un aguardiente suave, creado en el siglo XVI por monjes franceses de la Orden de San Benedicto a base de veintisiete hierbas y especias, que incluyen azafrán, cardamomo, clavo de olor, corteza de limón, miel, mirra, tomillo y vainilla. Las iniciales D.O.M. de la etiqueta significan en latín Deo Optimo Maximo (“Para Dios, el Mejor y más Grande”).

Le encantó. El general era un hombre muy creyente.

Después, como siempre, hablamos de política. Coincidimos, también como siempre, en que el gobierno estaba llevando a la república al caos, la anarquía y la desintegración nacional. Y como siempre, reiteró que no se arrepentía de nada de lo que había hecho en los cinco años que estuvo en el poder, que no reconocía a la justicia civil, que sólo aceptaba ser juzgado por un tribunal militar. Y por Dios, claro.

– Esta noche, antes de acostarme, voy a tomar una copita del licor –dijo cuando me disponía a retirarme.

– Tómese otra más a mi salud –le propuse.

– Así lo haré, señor Toledo Alcázar ­–prometió.

La última visión que tuve de él antes de salir de la celda fue la de un hombre pulcro, que llegó a medir casi un metro ochenta y ahora estaba más bajo y encorvado. Conservaba el mismo rostro huesudo pero tenía menos cabello y los ojos oscuros habían perdido fiereza. La expresión de su cara era la de un anciano estreñido. Su silueta se recortaba sobre la pared blanca en la que había un crucifijo. El general rezaba todas las noches arrodillado ante esa imagen.

Acompañado por un guardiacárcel, me alejé por el pasillo de la misma manera en que había entrado al penal: cojeando y apoyado en un bastón.

* * *

En la casa de mi novia Candela me quité la peluca, la barba postiza, los lentes de contacto que cambiaban el color de mis ojos y el pequeño almohadón que ocultaba bajo la camisa y sobre el abdomen para aparentar gordura. Fui al patio y quemé todo, junto con el bastón, el documento de identidad adulterado a nombre de Francisto Toledo Alcázar y la falsa credencial de periodista español. En el lavadero froté las yemas de mis dedos con acetona para eliminar la mezcla de esmalte incoloro y pegamento que utilizo para no dejar huellas digitales.

Había usado esos implementos durante un año, siete meses y once días en mis visitas al complejo penitenciario. Ya no serían necesarios.

Me bañé, me cambié de traje, tomé un trago y, para relajarme, escuché algunos temas de Guns N’ Roses, mientras esperaba que fueran las seis de la tarde. A esa hora, me fui a La Biela a tomar un whisky con Héctor Laurido, ex socio del restorán El General. Y mientras charlábamos, brindé mentalmente por el destino del viejo decrépito recluido en el penal de máxima seguridad.

* * *

Generalmente detesto dar explicaciones acerca de mis modus operandi porque no toleraría que se pensara que tengo vocación pedagógica, pero en este caso es necesario que mencione un par de datos. Si no, nadie entenderá nada. Así que les hablaré del talio y el barbasco de bejuco.

El talio es una sustancia química con ciertas características iguales al agua: es inodoro, incoloro e insípido. Pero a diferencia del agua, si se ingiere produce calambres en las extremidades, dolor abdominal, fiebre y muerte por insuficiencia respiratoria. Es un cruel veneno para ratas.

Para potenciar su efecto mortífero, se recomienda combinarlo con otra sustancia que se extrae del barbasco de bejuco, una planta alcaloide de la cuenca del Amazonas. Los indígenas de esa región, cuando salen de cacería, untan la punta de flechas y dardos de cerbatanas para matar casi instantáneamente a mamíferos de gran tamaño. En Perú se llama ampihuasca y en Brasil, timbó.

El bioquímico amigo que preparó la poción de talio y barbasco me aseguró que bastaban unas pocas gotas diluidas en cualquier bebida para que hiciera efecto entre ocho y diez horas después. Su uso, además, tenía una ventaja: era un veneno que posteriormente no se podía detectar. Era como yo, que nunca dejo rastros.

–El infeliz que trague esto sentirá poco antes de palmar que un volcán le estalló en la panza –explicó–. Algo así como un torrente de lava que le recorre los intestinos y le destroza las tripas.

* * *

La gran noticia del día siguiente fue la muerte del general, a la edad de 87 años. Oficialmente se informó que había fallecido a las 6:25 de la mañana por una hemorragia interna que derivó en un paro cardíaco. Al principio, no se mencionó que había muerto sentado mientras defecaba. Seguramente fue por esa amalgama de pudor, recato y decoro que caracteriza a todos los servicios penitenciarios del país.

Después trascendió que el guardiacárcel que halló el cuerpo a las dos horas de muerto había comentado que “el baño olía a carne quemada y mierda”, textualmente. También se rumoreó que los médicos que hicieron la autopsia no se explicaban por qué tenía achicharrados el ano y los testículos, y chamuscado el vello que crece en esa zona inmunda. Y además, la parte interior del inodoro estaba carbonizada. Era como si le hubieran aplicado la llama de un poderoso soplete de soldadura autógena, algo nunca visto y totalmente incomprensible para la ciencia forense.

Para mí, desde luego, la explicación era muy sencilla. Conociendo los efectos del talio mezclado con barbasco de bejuco, sabía que finalmente el estreñido anciano había cagado fuego.

“¡El maldito bastardo no contaba con mi astucia!”

Ilustraciones: Jean-Claude Caeys

ClaeysBajé del subte en Córdoba y Callao, subí las escaleras y salí a la calle. La esquina estaba llena de gente que iba y venía. La brisa otoñal me dio de lleno en la cara y casi me vuela los bigotes postizos.

Eran las 7:15 de la tarde. La hora pico. El momento en que todo el mundo sale de oficinas y comercios, y lo único que quiere es llegar a su casa.

La hora facilitaba mis planes. La claridad del día se iba y, en medio del gentío que deambulaba en zigzag como hormigas frenéticas, nadie podría recordar un rostro fugaz. Mi propio rostro. El rostro de un asesino.

Me habían contratado para una faena rápida, sin complicaciones. Dos cuadras más adelante tenía que matar a un anciano. El viejo que en diez minutos más pasaría a ser parte de alguna estadística, se llamaba Alberto Leomis, tenía casi 80 años y subsistía de la venta de libros usados en el lamentable local de un subsuelo que daba a la calle.

Lo investigué previamente. Pocos meses atrás había quedado viudo, sufría el mal de Parkinson, era diabético, se estaba quedando ciego, usaba una pierna ortopédica y debía varias cuotas de ABL. Vivía con un nieto adolescente, huérfano de padres desde que gateaba. El chico, según averigüé, padecía un problema de inmadurez agravado por lo que los psiquiatras denominan “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”.

Opté por utilizar un antiguo revólver ruso de colección: un Mosin-Nagant 1895 calibre 7.62, el arma de los oficiales de caballería zaristas. Le había colocado un silenciador e iba a pegarle al viejo un único, discreto y definitivo balazo en la cabeza. Era una cortesía de mi parte: el silenciador permite disparar sin causar sobresaltos a la víctima. Mi novia Candela dice que en el fondo soy un incurable sentimental oculto bajo una coraza a prueba de interpretaciones freudianas.

Tras despacharlo, me quitaría los mostachos falsos, me mezclaría con la gente y volvería a meterme en el subte. Había planeado ir a Diagonal Norte, hacer combinación para despistar a cualquier seguidor y bajar en Almagro. Allí pensaba tomar mi habitual par de whiskies en el restobar Solano López con mi colega Teodoro Bottle.

* * *

– Como usted sabe, señor Marlogüe, soy un intelectual progresista al servicio de la causa nacional y popular –me había dicho una semana antes el conocido sociólogo Carlos “Cacho” MacConnell–. Y detesto cualquier forma de discriminación racial, social, religiosa o de género. A lo largo de mi vida, por ejemplo, nunca discriminé a ningún gobierno, de la tendencia política que sea, que me haya ofrecido un puesto de asesor, ministro o embajador.

Su abultado abdomen de faraón goloso era un puñetazo en el estómago de los condenados de la tierra, los pueblos originarios, los desplazados de guerra y las minorías étnicas obligadas a vivir en campos de refugiados. Y con su engolada voz agregó:

– Desde hace décadas quiero crear una modesta biblioteca popular, comparable a la de Alejandría, que sea la más completa de América, lleve mi nombre y resulte declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco. No lo hago por mí sino para las generaciones venideras. En los últimos años, he logrado ayuda económica de diversos gobiernos nacionales, provinciales y municipales de distinta orientación política para comprar grandes cantidades de libros usados. Incluso, me sobró un poco para mejorar mi vestuario, cambiar de automóvil, contratar un chofer y ampliar mi casa-quinta.

Me contó que desde hacía varios años quería comprarle todos los libros a don Leomis, pero el viejo se negaba porque lo consideraba –injustamente, desde luego– un farsante oportunista. Según MacConnell, era “un flagrante caso de discriminación intelectual, inconcebible en un sistema democrático, republicano, federal e inclusivo para todos y todas”. Mi trabajo consistía en eliminar al anciano para que después “Cacho” pudiera adquirir en remate judicial todos los libros por kilo, como papel usado. Una ganga.

Guardé el dinero que me entregó y salí de su casa pensando que en otra época él hubiera podido ser un eficaz asesor de la Gestapo, la KGB o el MI-6. Como había dicho, no discriminaba a nadie.

Mi oficio requiere despojarse de sentimentalismos. Hay que vivir y un trabajo es un trabajo.

* * *

No me preocupé por la mujer policía que caminaba aburrida por la vereda. Ya se alejaba. Y, además, mi revólver tenía silenciador.

Claeys libreriaDescendí los seis escalones y pasé al destartalado local. A la entrada había una desordenada mesa llena de ofertas y un laberinto de estantes repletos de libros . A un costado, semioculto y mal iluminado, había un pequeño mostrador de madera. Alcancé a ver unas manos temblorosas que pasaban las páginas de un volumen encuadernado. Caminé como pude entre los anaqueles y llegué con dificultad al mostrador.

– Buenas noches, amigo –saludó don Leomis con una sonrisa. El viejo que se estaba quedando ciego tenía unos hermosos y tristes ojos claros–. ¿En qué puedo servirle? ¿Busca algún título en especial?

– No… –dudé mientras introducía la mano en el bolsillo de mi abrigo–. ¿Puedo mirar a ver qué encuentro?

Mi mano rodeó lentamente la fría culata del revólver.

– Claro que sí. Estaba a punto de cerrar y esperar en la calle a mi nieto. Tenemos un largo viaje a casa en subte y después en colectivo. Vivimos solos y debo prepararle la cena, ayudarlo con los deberes de la escuela especial a la que asiste, obligarlo a bañarse… a mi edad, ya se imaginará.

Estábamos a medio metro de distancia. No podía fallar.

– Puedo volver otro día… –mentí, perdiendo tiempo innecesariamente.

– No, no, no. De ninguna manera. Busque con calma lo que quiera. Estoy para servirle.

No quería dispararle mientras me sonreía. Decidí esperar a que se distrajera para evitarle en el último instante de vida la borrosa visión de un desconocido que lo asesinaba. Extraje el revólver lentamente y…

Claeys MarlogueSentí el súbito deseo de salir  a tomar un whisky doble. Era el momento menos indicado, porque en este oficio no se puede titubear. Como dijo un aguerrido filósofo tercermundista, la duda es la jactancia de los intelectuales. También sentí que algo duro se clavaba en mi cintura y alguien desde atrás me pateaba un tobillo mientras ordenaba con voz chillona:

– ¡Quieto o te perforo la columna vertebral!

Creí ver de reojo un uniforme azul. El corazón comenzó a latirme con fuerza. El viejo manoteó mi revólver con una rapidez increíble y me apuntó a los ojos. Ya no temblaba. A esa distancia él tampoco podía fallar.

– ¡Desde hace meses finjo que tengo Parkinson y que me estoy quedando ciego! ¡Tampoco uso pierna ortopédica! –exclamó con una sonrisa de triunfo–. ¡Ya sabía yo que ese gordo farsante y oportunista iba a enviar a alguien! ¡Y justo me mandó a un novato aficionado que llegó con un bigote falso colgándole del mentón!

“Es hora de irme”, pensé. Sin darme vuelta, lancé un codazo hacia atrás, escuché un quejido y percibí que alguien caía al piso. Salté a un costado para evitar que el viejo me perforara la cabeza y corrí entre el laberinto de libros. Antes de llegar a la puerta volví a escuchar la voz de pito que un minuto antes me había sorprendido desde atrás:

­– ¿Viste, abuelo? ¡El maldito bastardo no contaba con mi astucia!

Me detuve, regresé en puntas de pie y observé por el hueco de una estantería. Leomis abrazaba a un chico de 14 o 15 años disfrazado de Chapulín Colorado. El mocoso empuñaba una pistola de juguete.

* * *

Salí a la calle, me levanté el cuello del abrigo y caminé las dos cuadras que faltaban para llegar a Callao y Córdoba. Decidí pasar por la oficina a buscar el Smith & Wesson calibre 357 Magnum que mantengo oculto bajo mi escritorio. Después iría a la casa de “Cacho” MacConnell y le metería seis balazos en su monumental panza. No merecía que le devolviera el dinero que ya me había pagado por un trabajo que al final no hice.

Mi vida es una rutina apenas alterada por uno que otro acontecimiento. En esta ocasión, consideraba justo que don Leomis se quedara con mi antiguo revólver ruso Mosin-Nagant 1895. Era un arma de colección y el viejo se lo merecía.

Mientras bajaba las escaleras del subte comencé a silbar Según pasan los años. Aunque ustedes no lo crean, en el fondo quizás yo sea un incurable sentimental oculto bajo una coraza a prueba de interpretaciones freudianas.

Una mueca parecida a media sonrisa

IIustraciones: Jean-Claude Caeys

IIustración: Jean-Claude CaeysLa rubia con lentes entró a mi oficina un miércoles a última hora, cuando me disponía a irme, y la reconocí antes de que se presentara. Sin esperar a que le ofreciera asiento, se instaló en una de las dos sillas que hay frente al escritorio y comenzó a hablar. Era una abogada con ansias de trascender, que buscaba sus 15 minutos de fama recorriendo canales de televisión.

“Una rubia tarada”, pensé. Pero le ofrecí un café y me dispuse a escucharla.

– Señor Marlogüe, no suelo frecuentar a profesionales de su especialidad, pero estoy aquí porque me lo recomendaron algunos amigos –dijo–. Todos coinciden en que usted es un hombre discreto y que acostumbra a no dejar rastros. Quiero encomendarle un trabajo delicado y estoy dispuesta a pagarle muy bien. Mi nombre, desde luego, debe mantenerse al margen de todo el asunto.

Escudada tras sus lentes, hablaba con el tono de una maestrita severa.

Me dijo que estaba empeñada en lograr la suspensión de un programa cómico de televisión en el que había un sketch, titulado La chiquita de papito, porque –según ella– “promovía el acoso sexual a menores de edad”. Yo ya lo sabía porque un par de veces la había escuchado vociferar por la radio y la tele contra esos episodios. Las escenas en cuestión mostraban los padecimientos de un señor eternamente enamorado de una compañera de colegio de su hija adolescente, pero que nunca concretaba nada.

Daba la casualidad de que era uno de los pocos programas que, como dice mi novia Candela, lograba dibujarme una mueca parecida a media sonrisa.

– Es un sketch que incita a la violencia de género, fomenta el acoso, impulsa el abuso sexual, estimula la corrupción de menores, induce a la pedofilia… –continuó ella, imparable.

No perdí tiempo en explicarle que la calificación de “pedofilia” era incorrecta porque implicaba perversión sexual con menores de 13 años y la protagonista de La chiquita de papito tenía 17 o 18 años. Tampoco se podía considerar como “corrupción de menores” porque para eso tendría que facilitar la prostitución y eso no sucedía en el programa. Además, en la vida real, la actriz tenía 21 años.

Le sugerí que fuera directamente al grano.

Y ella fue al grano. Fue en línea recta, con resentimiento, premeditación y alevosía.

– Quiero que le dé su merecido a esa mocosa ­–dijo–. Quiero que le rompa la cara a trompadas y la deforme de manera tal que nunca más consiga trabajo en la televisión. Arrójele ácido, córtela con una navaja, quémele el rostro. Guíese por sus más bajos instintos. Qué sé yo… Usted es el que sabe de estas cuestiones. Yo soy sólo una abogada especializada en violencia de género, defensora de mujeres golpeadas y víctimas de maltrato.

Tampoco perdí tiempo en explicarle que la joven actriz no era responsable de los guiones. Pero me llamó la atención la sugerencia: “Guíese por sus más bajos instintos”.

Y mientras ella hablaba y se exaltaba, comencé a darle vueltas al asunto. Cuando tuve  más o menos claro un posible plan de acción, la interrumpí.

– Muy bien, señora, deje todo en mis manos. Y en mis manos, en este momento, quiero el dinero por adelantado. En dos o tres días, tendrá resultados.

IIustración: Jean-Claude CaeysVenía preparada. Metió la mano en su cartera y depositó un abultado sobre encima del escritorio. Tenía el grosor de un ladrillo y me bastó una mirada para ver que no eran dólares falsos. Los guardé en un cajón sin contarlos, como corresponde a un caballero.

Había suficiente como para pagar los tres meses de alquiler atrasado. Y comprar un traje de James Smart, un par de zapatos de López Taibo, media docena de camisas de Giesso y una caja de Johnnie Walker etiqueta azul con 50 años de añejamiento. Calculé que todavía sobraba para repartir un poco entre algunos amigos.

– Adiós –le dije, sabiendo que sólo la vería una vez más.

* * *

Cuando la rubia tarada se fue, hice varias llamadas por teléfono.

Hablé con Daniel “Cándido” Pérez, un pibe que trabajaba de stripper para pagar sus estudios de cine. Me comuniqué con “El virus” Velarde, un fotógrafo jubilado del diario Crónica que ofrecía sus servicios para bautismos, fiestas de 15 años y casamientos. Llamé a “La turca” Salomé, una prostituta retirada y en el límite de la tercera edad, que para mantener a cuatro nietos ofrecía en alquiler para “fiestas privadas” un discreto piso en La Recoleta.

Me sentía generoso, así que también llamé a Marioeldo Pincolino, alias “Rudy Valentino”, un galán seductor de viudas, divorciadas y veteranas casadas pero insatisfechas. Acababa de purgar 18 meses de cárcel, acusado de quedarse con las alhajas de la esposa de un miembro de la Sociedad Rural y el Jockey Club. El tipo, además, pertenecía a una familia de cinco generaciones de suscriptores del diario La Nación, así que la Justicia fue inflexible. “Rudy” no tenía un centavo, pero no se quejaba. Lo único que lamentaba era que durante un año y medio no había podido ejercitar sus destrezas sobre distintos colchones.

Como último detalle llamé al “Doctor Robert”. Se llamaba Roberto, pero no era médico. Le apodaban así por aquella canción de Los Beatles:

Telefonea a mi amigo, te dije que llamaras al doctor Robert
de día o de noche, está a cualquier hora, doctor Robert
es de una nueva raza de hombres
te ayuda a comprender las cosas
hace todo lo que puede, doctor Robert.

Si estás deprimido, te anima, doctor Robert
bebe un trago de su taza especial, doctor Robert
debes creer en ese hombre
ayuda a todos los necesitados.

El “Doctor Robert” que yo conocía también atendía “de día o de noche a cualquier hora” y te animaba si estabas deprimido. Era proveedor de Éxtasis para algunos empresarios, políticos y personalidades del ambiente artístico.

Después reservé telefónicamente dos pasajes aéreos a Uruguay. Finalmente, llamé a Candela y le avisé que iba para su casa.  Pero antes pasé por el bar Hans porque me dolía el cuerpo de las ganas de tomar un par de tragos. En la barra me encontré con mi amigo Pepo Mañoz-Uzpiri, conocido como El Indiana Jones del revisionismo”. Y fueron más de dos tragos.

Cuando salí del bar tambaleándome como marinero en mar picado, había terminado de redondear mi plan de acción. Se me había ocurrido algo mejor que arrojar ácido, cortar con navaja o quemar.

* * *

El viernes a la tarde marqué el número del celular de la rubia tarada.

– ¿Usted bebe champán, doctora?

– Sí… Pero con moderación, señor Marlogüe.

Le dije que había motivos para festejar. La cité para esa misma noche en el piso de “La turca” Salomé y le expliqué que allí estaría mi ayudante “Rudy”  Pincolino, quien la atendería si me retrasaba. Yo ya sabía, desde luego, que iba a retrasarme un poco.

Apagué la luz de la oficina, cerré con llave y salí del edificio. Fui a buscar a Candela y nos dirigimos en taxi al Aeroparque. Íbamos a pasar el fin de semana en Punta del Este.

* * *

IIustración: Jean-Claude CaeysEl lunes a la tarde fui a la Recoleta a retirar los despojos de la rubia tarada.

Estaba sentada en un sillón, bajo la vigilante mirada de “La turca” Salomé. La ví con el pelo revuelto, pálida, ojerosa,  totalmente desaliñada. Sollozaba, se limpiaba los mocos, tomaba aire e inmediatamente se reía a las carcajadas. El llanto no me convenció demasiado, pero la risa de felicidad me pareció auténtica. Sin sus lentes de maestrita severa parecía humana, demasiado humana.

– Quedó totalmente chiflada –me informó “La turca” mientras me entregaba un sobre tamaño carta y un CD.

Me senté junto a la defensora de víctimas de maltrato, extraje media docena de fotografías del sobre y las estudié en detalle. El virus” Velarde había hecho un excelente trabajo con su cámara.

– No recuerda casi nada, pero desde esta mañana pide a los gritos que regrese tu amigo “Rudy” –dijo “La turca”–. Tuve que darle algunos mamporros para calmarla. Como entenderás, debo preservar la respetabilidad del edificio. Pero no te preocupes: se los di en el estómago, las costillas y la espalda, y no la golpeé demasiado fuerte. A pesar de todo es una señora y por respeto no quise pegarle en la cara.

– ¿Viste el video? –le pregunté.

– Sí, y te aseguro que las escenas que protagonizan “Rudy” y esta tipa harían sonrojar a Linda Lovelace, la Cicciolina y Moria Casán. El virus también se sumó a la fiestita por indicación de Cándido.  Ese pibe debería dejar de estudiar cine, abandonar su trabajo de stripper y dedicarse a las películas porno. En el suplemento Soy, de Página 12, lo promocionarían bastante.

Le agradecí y me llevé a la rubia tarada. Candela nos esperaba abajo en su coche. Abrí la puerta de atrás e hice subir a la tipa. Continuaba sollozando y riéndose, pero con menos intensidad. En el camino le expliqué:

8– Señora, el viernes a la noche, mientras me esperaba en compañía de ese fogoso seductor que usted creyó era mi ayudante, se emborrachó con champán, tomó unas pastillas de Éxtasis y se alocó bastante. Aceptó disfrazarse de colegiala, recitó poesías de la escuela primaria, hizo striptease, bailó desnuda danzas hawaianas, se cayó varias veces, rodó por el piso, vomitó. Después, durante 48 horas se dedicó insaciablemente a… Bueno, véase usted misma.

Le alcancé el sobre con las fotografías.

– Puede quedárselas, tenemos copias –dije mientras ella observaba sus propias escandalosas imágenes­–. Pero eso no es todo. También hay un video hot.

Le di el CD.

– Quédeselo, también teemos copias. Y si no deja de ser el hazmerreír de medio país con esa campaña idiota contra lo que usted llama “abuso sexual”, enviaré las fotos y el video a todos los programas de chismes sobre espectáculos. Y, además, subiré todo a youtube. Lo haré por su propio bien, créame. Le aseguro que en lugar de quince minutos de fama usted logrará quince días de éxito… pero no precisamente como especialista en violencia de género.

Ella ya no lloraba ni reía. Ahora tenía un ataque de hipo.

A las diez cuadras le pedí a Candela que detuviera la marcha para que nuestra acompañante se baje.

– Por favor, déle mi teléfono a su amigo “Rudy”– imploró mientras se limpiaba los mocos con la manga de su abrigo. Dígale que me llame, que estoy dispuesta a convertirme en su eterna colegiala. En su chiquita de papito, dígale.

Sabía que no la vería nunca más e intenté despedirme amablemente:

– Hasta la vista, amiga. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije después que usted cometió aquellos tres tristes, solitarios y finales errores.

Descendió del auto y comenzó a caminar sin rumbo. Deambulaba entre la gente como un zombi en el crepúsculo.

– Vamos a tomar algo –propuso Candela. Tengo sed.

– Y bueno, che, vamos al London, Perú y Avenida.

Puso en marcha el automóvil con suavidad, como todo lo que ella hacía.

– ¿Y cuáles fueron esos tres errores, si es que se puede saber? preguntó.

No me gusta hablar de mis trabajos, porque uno de los secretos de este oficio consiste en mantener la boca cerrada. Pero mi chica merecía una explicación:

– Uno: esta tipa no sabe un carajo sobre lo que realmente es acoso sexual y corrupción de menores. Dos: me recomendó que me dejara guiar por mis más bajos instintos… y le hice caso. Y tres, lo más grave de todo: se metió con La chiquita de papito, uno de los pocos programas que, según dice alguien que conozco, logra dibujarme una mueca parecida a media sonrisa.

Una cuestión de química, digamos

– Lo he investigado minuciosamente y usted es el hombre indicado, amigo Marlogüe –fanfarroneó el gordo–. Y espero que este primer trabajo que voy a encargarle sea el inicio de una… digamos… fructífera relación de conveniencia recíproca.

El gordo estaba sentado frente a mi destartalado escritorio e intentaba imitar los modales y el lenguaje de los hombres de negocios. Vestía un traje de 600 dólares, la corbata era de seda y el anillo tenía casi el mismo tamaño que un escudo medieval; sólo el reloj costaba el equivalente a lo que yo pago durante doce meses por el alquiler de mi oficina en el barrio de Balvanera. Pero a pesar del decorado y la utileria que llevaba encima, el tipo era más ordinario que un diente de madera.

– El trabajo es sencillo –continuó–. Una vez por mes deberá viajar en un avión privado a un país centroamericano o caribeño y llevar un maletín con cinco o seis kilos de euros. Los depositará cada vez en un banco diferente, que le indicaré en su momento, y su comisión será… digamos… de alrededor de medio kilo, además de viáticos y todos los gastos de alojamiento en hoteles de cinco estrellas.

Me dijo que dentro de tres días él mismo me llevaría al aeropuerto. Mi avión saldría a la una de la mañana con destino a Panamá. Allí tomaría otro vuelo rumbo a Belice.

Ilustración: Jean-Claude Claeys

Ilustración: Jean-Claude Claeys

– Confío en usted –agregó–. Es una cuestión de química, digamos.

Me entregó dos mil dólares como adelanto de viáticos y se fue.

Abrí la última gaveta de mi escritorio, saqué la botella de whisky y me zampé un trago doble. Miré el techo a punto de caerse, las paredes descascaradas, la alfombra raída y planifiqué muy bien mi próxima faena. Cuando estuve seguro de lo que tenía que hacer, llamé por teléfono a mi amiga Candela. Le dije que a la noche no fuera al puticlub donde trabajaba porque yo tenía mejores planes.

* * *

Tres días después, el gordo me llevaba al aeropuerto en su Audi R8. En la autopista fanfarroneó que era el mismo modelo que usaba Leo Fariña.

– Pero digamos que espero no terminar como él –comentó.

“No”, pensé. “Digamos que vas a terminar peor”.

Cuando faltaban pocos kilómetros para llegar, me di vuelta y miré hacia atrás.

– Nos siguen –le informé-. Hay un coche que viene detrás de nosotros desde la primera caseta de peaje.

Observó por el espejo retrovisor.

– ¿Le pidió a alguien que nos custodiara? –pregunté.

– No… –balbuceó.

– Bien –dije y desenfundé mi pistola Glock 19 modelo Compact–. En cuanto pueda, salga de la autopista, estacione entre los árboles y apague las luces.

En cuanto pudo, tomó un camino lateral, zigzagueó en un sendero de tierra, se detuvo entre unos arbustos y apagó las luces. Pocos minutos después vimos los faros de un automóvil que se desplazaba a baja velocidad por el sendero buscándonos en la oscuridad.

Bajé y tomé posición de tiro parapetado en la parte delantera del coche. Cuando el otro vehículo estuvo a menos de diez metros, disparé seis veces.

Ilustración: Jean-Claude Claeys

Ilustración: Jean-Claude Claeys

Sin moverme de mi posición, observé a través del parabrisas destrozado del Audi. La cabeza del gordo parecía una cacerola llena de hamburguesas crudas.

Se fue de este mundo apaciblemente, sin siquiera enterarse que se iba. No hubo sorpresa ni dolor en su partida. Traté de ser considerado con él, pero no podía darle oportunidad de que cualquier día se transformara en un “arrepentido” y comenzara a deambular por los canales de televisión hablando de más en programas farandulescos. En mi profesión, hay que ser discreto.

No merecía tanta consideración, sin embargo. Según él,  me había investigado minuciosamente. Tendría que haberse enterado que detesto viajar en avión, que no tolero ni el clima, ni la comida, ni la gente de los países centroamericanos o caribeños y que nunca me alojo en hoteles de cinco estrellas. Además, los que me conocen saben que no soporto a los fanfarrones. Cuestión de química, digamos.

Guardé la pistola, saqué el maletín con los cinco o seis kilos de euros y caminé hacia los faros del coche que nos había seguido. Abrí la puerta del acompañante y subí.

– ¿Cómo salimos de aquí? –preguntó Candela.

– No tengo la más pálida idea, pero no te preocupes –dije y le di unos golpecitos al maletín–. A partir de ahora tenemos toda la vida para encontrar una salida.

Balada del metropolitano y el Borda: meta palos, gas y balas de goma

Felipe Marlogüe

Ilustración: Jean-Claude Caeys

Me presento, y que quede claro: no soy policía, ni detective privado. Ni siquiera me llamo Marlogüe. Pero estoy del lado de la Justicia, la Ley, el Orden y los Expedientes Secretos X.

Soy un vengador anónimo. Un revólver a la orden. Una mezcla de Mike Hammer, Harry el Sucio, Depredador y Terminator. Un fusilado que vive.

Y por eso estoy del lado de los policías metropolitanos de la ciudad de Buenos Aires. Ellos -igual que yo- son especialistas en relaciones públicas, tareas vecinales y negociación de conflictos.

Son trabajadores que arriesgan su integridad física con el mínimo resguardo de cascos, antiparras, escudos protectores de policarbonato, chalecos antibala, garrotes, gas pimienta, granadas lacrimógenas, escopetas con perdigones de goma, y, de última, munición de plomo.

Y así, en inferioridad de condiciones, deben defenderse de las agresiones de peligrosos manifestantes que adoptan la apariencia de médicos, enfermeras, periodistas, legisladores o colifatos, y están armados hasta los dientes con piedras, palos, termómetros y termos con agua para el mate.

Disculpe las molestias…trabajando…los golpes, garrotazos y perdigones.

Metropol

Ellos trabajan contra usted.

GobCiudad