Una mueca parecida a media sonrisa

IIustraciones: Jean-Claude Caeys

IIustración: Jean-Claude CaeysLa rubia con lentes entró a mi oficina un miércoles a última hora, cuando me disponía a irme, y la reconocí antes de que se presentara. Sin esperar a que le ofreciera asiento, se instaló en una de las dos sillas que hay frente al escritorio y comenzó a hablar. Era una abogada con ansias de trascender, que buscaba sus 15 minutos de fama recorriendo canales de televisión.

“Una rubia tarada”, pensé. Pero le ofrecí un café y me dispuse a escucharla.

– Señor Marlogüe, no suelo frecuentar a profesionales de su especialidad, pero estoy aquí porque me lo recomendaron algunos amigos –dijo–. Todos coinciden en que usted es un hombre discreto y que acostumbra a no dejar rastros. Quiero encomendarle un trabajo delicado y estoy dispuesta a pagarle muy bien. Mi nombre, desde luego, debe mantenerse al margen de todo el asunto.

Escudada tras sus lentes, hablaba con el tono de una maestrita severa.

Me dijo que estaba empeñada en lograr la suspensión de un programa cómico de televisión en el que había un sketch, titulado La chiquita de papito, porque –según ella– “promovía el acoso sexual a menores de edad”. Yo ya lo sabía porque un par de veces la había escuchado vociferar por la radio y la tele contra esos episodios. Las escenas en cuestión mostraban los padecimientos de un señor eternamente enamorado de una compañera de colegio de su hija adolescente, pero que nunca concretaba nada.

Daba la casualidad de que era uno de los pocos programas que, como dice mi novia Candela, lograba dibujarme una mueca parecida a media sonrisa.

– Es un sketch que incita a la violencia de género, fomenta el acoso, impulsa el abuso sexual, estimula la corrupción de menores, induce a la pedofilia… –continuó ella, imparable.

No perdí tiempo en explicarle que la calificación de “pedofilia” era incorrecta porque implicaba perversión sexual con menores de 13 años y la protagonista de La chiquita de papito tenía 17 o 18 años. Tampoco se podía considerar como “corrupción de menores” porque para eso tendría que facilitar la prostitución y eso no sucedía en el programa. Además, en la vida real, la actriz tenía 21 años.

Le sugerí que fuera directamente al grano.

Y ella fue al grano. Fue en línea recta, con resentimiento, premeditación y alevosía.

– Quiero que le dé su merecido a esa mocosa ­–dijo–. Quiero que le rompa la cara a trompadas y la deforme de manera tal que nunca más consiga trabajo en la televisión. Arrójele ácido, córtela con una navaja, quémele el rostro. Guíese por sus más bajos instintos. Qué sé yo… Usted es el que sabe de estas cuestiones. Yo soy sólo una abogada especializada en violencia de género, defensora de mujeres golpeadas y víctimas de maltrato.

Tampoco perdí tiempo en explicarle que la joven actriz no era responsable de los guiones. Pero me llamó la atención la sugerencia: “Guíese por sus más bajos instintos”.

Y mientras ella hablaba y se exaltaba, comencé a darle vueltas al asunto. Cuando tuve  más o menos claro un posible plan de acción, la interrumpí.

– Muy bien, señora, deje todo en mis manos. Y en mis manos, en este momento, quiero el dinero por adelantado. En dos o tres días, tendrá resultados.

IIustración: Jean-Claude CaeysVenía preparada. Metió la mano en su cartera y depositó un abultado sobre encima del escritorio. Tenía el grosor de un ladrillo y me bastó una mirada para ver que no eran dólares falsos. Los guardé en un cajón sin contarlos, como corresponde a un caballero.

Había suficiente como para pagar los tres meses de alquiler atrasado. Y comprar un traje de James Smart, un par de zapatos de López Taibo, media docena de camisas de Giesso y una caja de Johnnie Walker etiqueta azul con 50 años de añejamiento. Calculé que todavía sobraba para repartir un poco entre algunos amigos.

– Adiós –le dije, sabiendo que sólo la vería una vez más.

* * *

Cuando la rubia tarada se fue, hice varias llamadas por teléfono.

Hablé con Daniel “Cándido” Pérez, un pibe que trabajaba de stripper para pagar sus estudios de cine. Me comuniqué con “El virus” Velarde, un fotógrafo jubilado del diario Crónica que ofrecía sus servicios para bautismos, fiestas de 15 años y casamientos. Llamé a “La turca” Salomé, una prostituta retirada y en el límite de la tercera edad, que para mantener a cuatro nietos ofrecía en alquiler para “fiestas privadas” un discreto piso en La Recoleta.

Me sentía generoso, así que también llamé a Marioeldo Pincolino, alias “Rudy Valentino”, un galán seductor de viudas, divorciadas y veteranas casadas pero insatisfechas. Acababa de purgar 18 meses de cárcel, acusado de quedarse con las alhajas de la esposa de un miembro de la Sociedad Rural y el Jockey Club. El tipo, además, pertenecía a una familia de cinco generaciones de suscriptores del diario La Nación, así que la Justicia fue inflexible. “Rudy” no tenía un centavo, pero no se quejaba. Lo único que lamentaba era que durante un año y medio no había podido ejercitar sus destrezas sobre distintos colchones.

Como último detalle llamé al “Doctor Robert”. Se llamaba Roberto, pero no era médico. Le apodaban así por aquella canción de Los Beatles:

Telefonea a mi amigo, te dije que llamaras al doctor Robert
de día o de noche, está a cualquier hora, doctor Robert
es de una nueva raza de hombres
te ayuda a comprender las cosas
hace todo lo que puede, doctor Robert.

Si estás deprimido, te anima, doctor Robert
bebe un trago de su taza especial, doctor Robert
debes creer en ese hombre
ayuda a todos los necesitados.

El “Doctor Robert” que yo conocía también atendía “de día o de noche a cualquier hora” y te animaba si estabas deprimido. Era proveedor de Éxtasis para algunos empresarios, políticos y personalidades del ambiente artístico.

Después reservé telefónicamente dos pasajes aéreos a Uruguay. Finalmente, llamé a Candela y le avisé que iba para su casa.  Pero antes pasé por el bar Hans porque me dolía el cuerpo de las ganas de tomar un par de tragos. En la barra me encontré con mi amigo Pepo Mañoz-Uzpiri, conocido como El Indiana Jones del revisionismo”. Y fueron más de dos tragos.

Cuando salí del bar tambaleándome como marinero en mar picado, había terminado de redondear mi plan de acción. Se me había ocurrido algo mejor que arrojar ácido, cortar con navaja o quemar.

* * *

El viernes a la tarde marqué el número del celular de la rubia tarada.

– ¿Usted bebe champán, doctora?

– Sí… Pero con moderación, señor Marlogüe.

Le dije que había motivos para festejar. La cité para esa misma noche en el piso de “La turca” Salomé y le expliqué que allí estaría mi ayudante “Rudy”  Pincolino, quien la atendería si me retrasaba. Yo ya sabía, desde luego, que iba a retrasarme un poco.

Apagué la luz de la oficina, cerré con llave y salí del edificio. Fui a buscar a Candela y nos dirigimos en taxi al Aeroparque. Íbamos a pasar el fin de semana en Punta del Este.

* * *

IIustración: Jean-Claude CaeysEl lunes a la tarde fui a la Recoleta a retirar los despojos de la rubia tarada.

Estaba sentada en un sillón, bajo la vigilante mirada de “La turca” Salomé. La ví con el pelo revuelto, pálida, ojerosa,  totalmente desaliñada. Sollozaba, se limpiaba los mocos, tomaba aire e inmediatamente se reía a las carcajadas. El llanto no me convenció demasiado, pero la risa de felicidad me pareció auténtica. Sin sus lentes de maestrita severa parecía humana, demasiado humana.

– Quedó totalmente chiflada –me informó “La turca” mientras me entregaba un sobre tamaño carta y un CD.

Me senté junto a la defensora de víctimas de maltrato, extraje media docena de fotografías del sobre y las estudié en detalle. El virus” Velarde había hecho un excelente trabajo con su cámara.

– No recuerda casi nada, pero desde esta mañana pide a los gritos que regrese tu amigo “Rudy” –dijo “La turca”–. Tuve que darle algunos mamporros para calmarla. Como entenderás, debo preservar la respetabilidad del edificio. Pero no te preocupes: se los di en el estómago, las costillas y la espalda, y no la golpeé demasiado fuerte. A pesar de todo es una señora y por respeto no quise pegarle en la cara.

– ¿Viste el video? –le pregunté.

– Sí, y te aseguro que las escenas que protagonizan “Rudy” y esta tipa harían sonrojar a Linda Lovelace, la Cicciolina y Moria Casán. El virus también se sumó a la fiestita por indicación de Cándido.  Ese pibe debería dejar de estudiar cine, abandonar su trabajo de stripper y dedicarse a las películas porno. En el suplemento Soy, de Página 12, lo promocionarían bastante.

Le agradecí y me llevé a la rubia tarada. Candela nos esperaba abajo en su coche. Abrí la puerta de atrás e hice subir a la tipa. Continuaba sollozando y riéndose, pero con menos intensidad. En el camino le expliqué:

8– Señora, el viernes a la noche, mientras me esperaba en compañía de ese fogoso seductor que usted creyó era mi ayudante, se emborrachó con champán, tomó unas pastillas de Éxtasis y se alocó bastante. Aceptó disfrazarse de colegiala, recitó poesías de la escuela primaria, hizo striptease, bailó desnuda danzas hawaianas, se cayó varias veces, rodó por el piso, vomitó. Después, durante 48 horas se dedicó insaciablemente a… Bueno, véase usted misma.

Le alcancé el sobre con las fotografías.

– Puede quedárselas, tenemos copias –dije mientras ella observaba sus propias escandalosas imágenes­–. Pero eso no es todo. También hay un video hot.

Le di el CD.

– Quédeselo, también teemos copias. Y si no deja de ser el hazmerreír de medio país con esa campaña idiota contra lo que usted llama “abuso sexual”, enviaré las fotos y el video a todos los programas de chismes sobre espectáculos. Y, además, subiré todo a youtube. Lo haré por su propio bien, créame. Le aseguro que en lugar de quince minutos de fama usted logrará quince días de éxito… pero no precisamente como especialista en violencia de género.

Ella ya no lloraba ni reía. Ahora tenía un ataque de hipo.

A las diez cuadras le pedí a Candela que detuviera la marcha para que nuestra acompañante se baje.

– Por favor, déle mi teléfono a su amigo “Rudy”– imploró mientras se limpiaba los mocos con la manga de su abrigo. Dígale que me llame, que estoy dispuesta a convertirme en su eterna colegiala. En su chiquita de papito, dígale.

Sabía que no la vería nunca más e intenté despedirme amablemente:

– Hasta la vista, amiga. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije después que usted cometió aquellos tres tristes, solitarios y finales errores.

Descendió del auto y comenzó a caminar sin rumbo. Deambulaba entre la gente como un zombi en el crepúsculo.

– Vamos a tomar algo –propuso Candela. Tengo sed.

– Y bueno, che, vamos al London, Perú y Avenida.

Puso en marcha el automóvil con suavidad, como todo lo que ella hacía.

– ¿Y cuáles fueron esos tres errores, si es que se puede saber? preguntó.

No me gusta hablar de mis trabajos, porque uno de los secretos de este oficio consiste en mantener la boca cerrada. Pero mi chica merecía una explicación:

– Uno: esta tipa no sabe un carajo sobre lo que realmente es acoso sexual y corrupción de menores. Dos: me recomendó que me dejara guiar por mis más bajos instintos… y le hice caso. Y tres, lo más grave de todo: se metió con La chiquita de papito, uno de los pocos programas que, según dice alguien que conozco, logra dibujarme una mueca parecida a media sonrisa.

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